por el p. Luis CASASUS, Superior General de los misioneros Identes.
Madrid, 30 de Mayo, 2021. | La Santísima Trinidad. Solemnidad.
Deuteronomio 4: 32-34.39-40; Epístola a los Romanos 8:14-17; San Mateo 28: 16-20.
Religiones tan importantes como el Judaísmo y el Islam son, por supuesto, monoteístas, al igual que el Cristianismo. Pero, de manera diferente, han percibido que Dios habla con varias voces. En el Antiguo Testamento ya vemos la voz divina reflejada en tonos muy diferentes:
Si seguimos oyendo la voz del Señor nuestro Dios, moriremos (Deut 5: 25).
Como a un niño consolado por su madre, así pienso yo consolarlos (Is 66: 13).
Asimismo, el Islam une indivisiblemente dos voces, la del Profeta y la de Alá. Incluso podemos leer en el Corán los 99 nombres de Alá.
Dios tiene muchas voces: la voz de la madre que acuna a su hijo para que se duerma; la voz de la disciplina cuando un padre corrige a su hijo; la voz del perdón cuando confesamos nuestros pecados; la voz del amor cuando saludamos a nuestros seres queridos; la voz de un padre tierno cuando nos llama hijo; la voz de la paz y la bendición cuando le buscamos.
Sin embargo, la revelación de que, en el único Dios, hay una paternidad, una fraternidad y el don del amor es específica del cristianismo. A esto llamamos el misterio de la Trinidad.
Cuando investigaba en la universidad, recuerdo que uno de los proyectos más interesantes se refería a la interacción atmósfera-océano en el problema del cambio climático. Teníamos el ordenador más potente de Europa y un buen equipo de investigadores. Sin embargo, ninguno de nosotros pensaba que íbamos a “resolver el problema”, dada la enorme complejidad del mismo, los datos aún imprecisos o desconocidos y nuestra siempre insuficiente experiencia. Lo relevante era adentrarse realmente en el misterio del cambio climático, plagado de incógnitas, lleno de preguntas abiertas y de variables intrincadamente relacionadas.
Entrar en el misterio. Eso es algo especialmente relevante y atractivo en las ciencias. Y es también algo a lo que nos invita el Papa Francisco cuando nos habla de entrar en la identidad de Dios, como hizo en la solemnidad de la Santísima Trinidad de 2017.
En efecto, no es lo mismo conocer racionalmente a una persona que comprenderla, abrazarla, acogerla tal y como es. Y esto es lo que nos interesa respecto a la Santísima Trinidad; aunque hagamos al mismo tiempo un esfuerzo intelectual para contemplarla y explicarla mejor.. En la Primera Lectura, Moisés exigió la obediencia del pueblo a Dios sólo porque este Dios se encontró con ellos de forma intensa. El Señor actuó en sus vidas y en su historia, liberándolos de sus enemigos, especialmente de la esclavitud.
No podemos amar auténticamente a Dios ni a los seres humanos si no entramos en el misterio de su identidad. Y sólo podemos conseguirlo si nos fijamos en su forma de amar, por muy imperfecta que sea. Lo mismo ocurre con Dios. Si no conocemos su identidad, su manera de amarnos, las distintas formas en que nos habla, su tono de voz en cada momento del día, no sabremos quién es y, lo que es peor, no sabremos cómo participar en su vida y en su reino.
En nuestro caso, como seres humanos limitados y peregrinos, nunca acabamos de ver con claridad ni nuestra identidad como hijos de Dios ni la de nuestro prójimo. Por eso nuestra forma de amar es incompleta, a veces condicionada y otras veces dividida. Creo que esto se refleja en el magistral cuento de Hans Christian Andersen (1837), La Sirenita.
Enamorada de un príncipe, Ariel, la Sirenita, visita a la Bruja del Mar que vive en una parte peligrosa del océano. La bruja la ayuda de buen grado vendiéndole una poción que le proporciona unas piernas a cambio de su lengua y su hermosa voz, ya que la Sirenita tiene la voz más encantadora del mundo.
Como historia de amor y de relaciones, la lección de Ariel es crucial. A primera vista, su deseo de tener piernas parece conmovedor y dulcemente motivado por el amor y el deseo de pertenencia. Por supuesto, el príncipe se enamora al instante de ella cuando la ve bailar, a pesar de ser muda. Pero la familia del príncipe le empuja a un matrimonio de conveniencia con una princesa, que el príncipe cree que le ha salvado de un naufragio, cuando en realidad fue la Sirenita su salvadora. El final de la historia es… agridulce, ya que Ariel comete una especie de suicidio y se convierte en un ser etéreo, dedicado a hacer el bien a los humanos.
Nuestra torpe forma de amar nos lleva en gran medida a renunciar a nuestra verdadera naturaleza, tal y como le ocurrió a la Sirenita. Nuestro amor está lleno de miedo, de ansiedad por ser correspondido y de falta de confianza en los dones que ya hemos recibido.
Esto explica el profundo deseo de San Pablo, en la Segunda Lectura, de recordar a los cristianos romanos la personalidad que han recibido por el bautismo. Habla de “hijos adoptivos”. Este concepto no existía entre los judíos, pero sí en la cultura romana y pagana. Lo relevante es que estos hijos tenían pleno derecho a la herencia familiar, como los hijos nacidos en el matrimonio. Por supuesto, a San Pablo le interesa ayudar a la joven iglesia romana y a todos nosotros a comprender que el amor de Dios se manifiesta a través del Padre, de Cristo y del Espíritu Santo, a quienes menciona explícitamente. Somos hijos, tenemos un hermano al que seguir y un Espíritu que nos inspira continuamente. Esta inspiración da verdaderamente sentido a todas las cosas, incluso a las que no comprendemos. Por eso, la conclusión de esta Lectura es: Si somos hijos, también somos herederos: herederos de Dios y coherederos con Cristo, ya que ahora compartimos sus sufrimientos para compartir también su gloria.
Muriendo en Cristo en el bautismo, resucitando a una nueva vida en el Espíritu, compartiendo nuestra comunión con el resto de la familia de Dios, unidos, nos ayudamos y apoyamos mutuamente para parecernos cada vez más a Jesús y vivir como familia de Dios.
Entonces, ¿cuál es la manera de ser más conscientes de lo que representa la Santísima Trinidad en nuestras vidas? Un buen punto de partida es la gratitud.
La gratitud es algo que crece con la práctica, ya que nos hace más sensibles a la importancia de los dones o talentos recibidos. Y eso nos lleva a manifestar aún más nuestra gratitud y a confiar en la necesidad de los dones, en la enseñanza de los errores y en el papel del prójimo en nuestra vida, incluidos nuestros enemigos.
En la mitología griega se cuenta la historia de un hombre, Teseo, que para encontrar el camino de vuelta a casa tuvo que abrirse paso a través de un laberinto que le condujo a un centro oscuro, donde tuvo que matar a una poderosa bestia, el Minotauro. La única forma de volver a la luz de la vida cotidiana era siguiendo el hilo que había desenredado en su camino, que le entregó una amable mujer, Ariadna.
Cada uno de nosotros tiene una bestia en su centro, nuestro ego, al que debemos enfrentarnos si queremos vivir en plenitud nuestros días. Pero, al igual que Teseo, volver a la luz sólo es posible si desandamos con bondad y amor nuestro oscuro camino. La diferencia a nuestro favor es que Dios no nos da un hilo para encontrar ese camino, sino nada menos que su presencia, como afirma Jesús en la conclusión del Evangelio de San Mateo que leemos hoy: Y he aquí que yo estoy con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo.
Los apóstoles ya habían sido enviados a anunciar el reino de los cielos, pero con una limitación: No visiten territorio pagano y no entren en ningún pueblo samaritano. Vayan, más bien, a las ovejas perdidas del pueblo de Israel (Mt 10,5-6). Después de la Pascua, su misión se amplía; se convierte en universal. Esto ya comenzó en Pentecostés, cuando cada uno les oyó hablar en su propia lengua (Hch 2, 6).
Podemos imaginar la íntima gratitud de los Apóstoles, para quienes todo lo que había sucedido empezaba a tener sentido y consecuencias inesperadas. Existe una verdadera retroalimentación positiva entre la gratitud y la sensibilidad. En particular, al mostrar nuestra gratitud, sobre todo al hacer uso de los bienes recibidos, comprendemos mejor cuál es nuestro vínculo con la otra persona, divina o humana. Este es el modo de entrar en el misterio de la Santísima Trinidad.
Cuanto más crezca mi gratitud por el abundante amor de Dios hacia mí y hacia toda la creación, tanto más plena y generosamente responderé en servicio de y con los demás. El psicólogo y filósofo William James dijo una vez: El anhelo más profundo de la naturaleza humana es la necesidad de ser apreciado. La gratitud hacia los seres queridos, los cónyuges, los amigos y otras relaciones cercanas se reconoce a menudo por cómo nos sentimos con sus palabras y acciones. Reconocer la importancia de cómo nos sentimos en esas relaciones puede ser entonces un elemento motivador para hacer que los demás se sientan valorados, apreciados, alentados y creíbles.
Si nos referimos a personas divinas, nuestra gratitud es también fuertemente expresiva, una muestra de aceptación de todo lo que hemos recibido, aunque a veces no sepamos cómo utilizarla o nos deje perplejos, como algunas experiencias dolorosas. Pero desde hace siglos se han elaborado muchas oraciones de “Acción de Gracias”, porque al menos intuitivamente los seres humanos adivinamos que expresar gratitud celebra lo positivo de una relación, acercando a ambas partes.
El poeta persa del siglo XIII Saadi describe las “bendiciones para nuestras almas”, es decir, cada aliento, cada vez que respiramos: ¿Qué mano y qué lengua son capaces de cumplir con las obligaciones de agradecimiento a Él?
Sí, la gratitud es un camino que dura toda la vida, con cada vez más matices y motivos para mostrar nuestra gratitud, lejos del espíritu individualista, independiente y supuestamente autosuficiente de nuestra cultura contemporánea.
Ante el don del amor de Dios, es inconcebible que alguien siga temiendo a Dios. No hay miedo en el amor. El amor perfecto aleja el miedo, porque el miedo tiene que ver con el castigo; los que temen no conocen el amor perfecto. Así pues, amémonos los unos a los otros, ya que él nos amó primero (1 Jn 4,18-19). Este es el misterio de la Trinidad, una participación en la vida y la alegría del Señor. La espiritualidad de quien reza a un Dios lejano y no lo siente en sí mismo es incompatible con la profesión de fe en un Dios que es Padre, Hijo y Espíritu.
El poder en el cielo y en la tierra dado a Jesús no tiene nada en común con los reinos de este mundo. Consiste en la capacidad de servir al hombre, conduciéndolo a la salvación e introduciéndolo en la intimidad del amor con el Padre. Estamos llamados a una vocación exigente y ciertamente superior a las capacidades humanas.
Pero, insistamos en la promesa de Cristo: Yo estoy con ustedes siempre, hasta el fin de este mundo. El Evangelio de Mateo termina como había empezado, con la llamada al Emmanuel, el “Dios con nosotros”, el nombre con el que el Mesías fue anunciado por los profetas (Mt 1,22-23).