por el p. Luis CASASUS, Superior General de los misioneros Identes.
Europa, 16 de Mayo, 2021.| VII Domingo de Pascua. La Ascensión del Señor.
Hechos de los Apóstoles 1: 1-11; Efesios 1: 17-23; San Marcos 16: 15-20.
El cuadro que acompaña esta reflexión es de Eugène Burnand (1850-1921), un pintor suizo prolífico y profundamente religioso. En la escena, donde antes Jesús había llamado a sus discípulos desde sus barcas en el lago de Galilea para que le siguieran, ahora los envía a seguir por sí mismos.
El joven apóstol Juan se fija atentamente en el horizonte hacia el que señala el Maestro, con las manos juntas ante él y esperando serenamente nuevas instrucciones.
Es como si Jesús dijera: salgan y dediquen su vida a servir a Dios, a predicar el Evangelio que les he dado, a no vivir para hoy sino para mañana. Salgan fuera, lejos de los lugares donde ya han echado las redes.
Arrojen la red a la derecha de la barca, y pescarán algo (Jn 21:6). No podemos ser pescadores de hombres si nos quedamos pescando donde estamos, y no es probable que pesquemos muchas almas para Cristo si seguimos pescando como siempre lo hemos hecho. Jesús nos está enseñando una nueva forma de vivir, una nueva forma de compartir la gracia de Dios, una nueva forma de servir a Dios. Ir al mundo puede tomar muchas formas en nuestras vidas, pero lo que siempre significa para todos los llamados por Cristo es que debemos dejar atrás lo conocido y vivir vidas nuevas regidas por el Espíritu Santo. Hemos de convertirnos en algo que no podríamos haber sido si nos hubiéramos quedado en nuestra zona familiar de hogar y de comodidad, viviendo la generosidad a nuestra manera. Pero para esta tarea, Él prometió estar con nosotros hasta el final de los tiempos.
Su presencia es estrictamente necesaria para que podamos llegar lejos en la utilización de los dones del Espíritu Santo, que alimentan cada vez más nuestra fe, esperanza y caridad. Sí, necesitamos un hermano mayor que nos inspire y camine delante de nosotros. Necesitamos una confirmación de hecho, no de palabra, para saber que podemos adentrarnos en nuevos territorios, recorrer nuevos caminos en la vida. Permítanme utilizar un ejemplo bastante sorprendente del Antiguo Testamento.
Recordemos la historia de Caín y Abel. Caín es un agricultor; Abel, un cuidador de ovejas, un pastor. Pero no veamos este relato como un reflejo de las eternas tensiones entre agricultores y pastores; la historia representa mucho más. Caín se siente movido a ofrecer algún tipo de ofrenda a Dios en reconocimiento de la ayuda que le ha prestado para hacer brotar los frutos de la tierra. Recogiendo algunas frutas y verduras, las ofrece a Dios. Abel decide imitar a su hermano, pero además opta por ofrecer a Dios lo mejor de su rebaño. Por razones bien conocidas, debido a la diferente motivación de los dos hermanos, Dios sólo presta atención a la ofrenda de Abel dejando a Caín desolado. Pero, aparte de la miseria moral y el egoísmo de Caín, éste tiene un papel importante, aunque inesperado e inconsciente, para impulsar a su hermano menor Abel a acercarse a Dios. Ahora podemos compararnos con Abel, habiendo recibido la gracia de un Hermano Mayor que nos enseña a ofrecer cada momento a nuestro Padre celestial mucho más que frutos o animales.
Ciertamente, Jesús educa así nuestro éxtasis, la manera de transformar nuestras energías para llegar al prójimo de la manera más generosa, desprendida y fecunda. Cuando Jesús se define como “la Vida”, está diciendo algo muy preciso y significativo, porque en este mundo no podemos desplegar por nosotros mismos toda la riqueza de nuestro ser, que realmente se siente aprisionado. Como decía Santa Teresa de Ávila: ¡Qué duros estos destierros! ¡esta cárcel, estos hierros en que el alma está metida! (“Vivo sin vivir en mí”).
Cuando hablamos de la capacidad extática del ser humano, tengamos en cuenta que no sólo se transforma para que podamos estar profundamente unidos al prójimo y a las cosas del reino de los cielos, sino que también se fortalece nuestra sensibilidad espiritual para que no caigamos en trampas tan sutiles como la distracción o tan desgarradoras y paralizantes como el miedo a los que son diferentes o a las sorpresas que nos presenta la Providencia.
Por eso, el modo esencial en que Jesús nos acompaña es como Redentor. Pero no sólo de la culpa que merecen nuestros pecados, sino también de la esclavitud de nuestros hábitos, de los límites de nuestras limitadas fuerzas para hacer el bien y de las continuas amenazas del mundo, del demonio y de la carne. Es una presencia activa, liberadora y redentora.
El mismo Jesús explica hoy cuáles son los signos de su presencia, que no se limita a darnos un consuelo emocional o la comprensión de su palabra. En concreto, menciona lo que le ocurre al que acepta ser discípulo y, por tanto, apóstol: Y estos prodigios acompañarán a los que crean: arrojarán a los demonios en mi Nombre y hablarán nuevas lenguas; podrán tomar a las serpientes con sus manos, y si beben un veneno mortal no les hará ningún daño; impondrán las manos sobre los enfermos y los curarán.
Debemos interpretar adecuadamente lo que esto significa. Aunque a veces hay signos prodigiosos y llamativos que acompañan los actos del apóstol, esto es algo muy inusual. Por ejemplo, todos recordamos cómo Jesús hizo caminar sobre las aguas a un aterrorizado Pedro. Todos estos signos pertenecen al lenguaje bíblico tradicional y tienen en común su carácter de novedad, sorpresa y el hecho de que son difíciles de explicar sin la intervención divina.
Observemos que, al hacer sentir su presencia, Dios utiliza de manera fecunda y creativa lo mejor de la energía de los seres humanos, capacitándonos para ir más allá de nuestros miedos y limitaciones.
Se cuenta una historia sobre un niño y su padre. Sucedió que el padre del niño le encargó al hijo que le enchufara la caldera eléctrica, para que pudiera tomar su baño caliente cuando volviera de hacer unas compras.
El niño hizo lo que el padre le había ordenado. Entonces el niño se quedó solo en la casa con la estufa eléctrica enchufado. De repente, salió humo de los enchufes del edificio de varias plantas. Los vecinos lo vieron y empezaron a gritar ¡¡fuego, fuego, fuego!! El chico seguía en el salón sin saber que el humo era consecuencia del incendio que había consumido por completo la cocina. Oyó los gritos del vecindario y salió corriendo al balcón para descubrir cuál era realmente el problema. Le desconcertó ya que no podía ver el suelo porque todo estaba totalmente cubierto de humo.
Volvió corriendo al interior de la casa, pero descubrió que el fuego ya se abría paso hasta el salón a través del pasillo. Los vecinos, preocupados, gritaban su nombre y decían: Freddy, salta. Estamos aquí para recogerte. Freddy, que ahora estaba simplemente apresado en el balcón, tenía tanto miedo a la altura que se negaba a saltar. El padre que ahora había visto la escena desde la distancia corrió muy rápido y gritó: Freddy, es papá, salta, estoy aquí para agarrarte. Cuando Freddy oyó la voz del padre, perdió el miedo y, como si le hubiera entrado una nueva energía, saltó y, por suerte para él, cayó en las manos del padre.
Freddy tenía miedo de saltar cuando oía las voces de los demás, pero se vio impulsado a hacerlo cuando escuchó la de su padre. La presencia del padre le dio poder para ir más allá de sus miedos y limitaciones.
A menudo se insiste en que la Ascensión representa el comienzo de la proclamación del Evangelio por parte de los discípulos de Jesús y, de hecho, así termina el Evangelio de San Marcos que hemos escuchado hoy.
Pero el hecho histórico de la Ascensión tiene una consecuencia permanente en la vida de cada apóstol: los signos que Cristo prometió que les acompañarían.
Por supuesto, no se trata de signos espectaculares, como un despliegue de poderes mágicos. Estos signos se refieren a la victoria del Espíritu del Evangelio sobre el espíritu de codicia y orgullo del mundo.
* Curar a los enfermos y expulsar a los demonios no es la sanación de una enfermedad del cuerpo, a la que muchos seres humanos se dedican noblemente, sino el poder de transmitir la paz necesaria a los que sufren, aunque pronto fueran a partir de este mundo. Si las fuerzas de la muerte están ahora dominadas, significa que Cristo resucitado está vivo y presente en el mundo.
* Hablar nuevas lenguas se refiere a la capacidad de los discípulos de presentar las viejas verdades de formas nuevas, más comprensibles para la gente de nuestro tiempo. También representa la invencible fuerza expresiva del testimonio cristiano. En un mundo violento, los discípulos viven y predican la paz. Entre los que odian, los discípulos actúan con amor. Frente a la avaricia, los discípulos dan de su pobreza. Entre los orgullosos, los discípulos permanecen humildes.
* La victoria sobre las serpientes y los venenos (que representan todo lo impuro) es otro signo de la presencia redentora de Cristo, que nos permite vivir con pureza “la verdadera religión” en las dos dimensiones descritas por Santiago: La religión pura y sin mancha delante de nuestro Dios y Padre es esta: visitar a los huérfanos y a las viudas en sus aflicciones, y guardarse sin mancha del mundo (Santiago 1: 27).
No podemos olvidar que la fuerza de estos signos se eclipsa ante lo que los ángeles anuncian en la Primera Lectura, el regreso triunfal de Jesús, que no llegará simplemente para ser aclamado, sino para permitirnos vivir una eternidad a su lado.
Sí, la Ascensión del Señor es un gran consuelo para todos los que tienen miedo a la muerte o miedo a morir. Animémonos, pues, a recordar que Jesús descendió, murió, resucitó y ascendió al cielo por nosotros. Creamos y vivamos con la esperanza de estar un día con él en el reino de Dios para siempre. En esta perspectiva comprendemos por qué el evangelista Lucas dice que, después de la Ascensión, los discípulos volvieron a Jerusalén con gran alegría (24, 52); lo que había sucedido no era realmente una separación, la ausencia permanente del Señor: al contrario, tenían entonces la certeza de que el Crucificado-Resucitado estaba vivo y que en él se habían abierto para siempre las puertas de la vida eterna a la humanidad.
Esta es una impresión espiritual que tenemos en nuestra experiencia mística, una auténtica y continua Espiración, un sentimiento de la compañía dinámica de las personas divinas, especialmente del soplo del Espíritu Santo, que se manifiesta en la paz (Beatitud) de quien se sabe continuamente perdonado, continuamente elegido, continuamente renacido. Esta auténtica sintonía con las personas divinas nos permite vivir un sueño espiritual, nada parecido a una ensoñación, sino una aspiración que significa hacer todo en presencia y en nombre de Dios, ya sea un pequeño gesto de amor o el esfuerzo más intenso que la vida nos exija.
Mientras tanto, debemos seguir esforzándonos por vivir en estado de oración (o en oración continua), porque, como decía Santa Teresa de Ávila, Siempre estamos en presencia de Dios, sin embargo, me parece que aquellos que oran están en Su presencia en un sentido muy diferente.