por el p. Luis CASASUS, Superior General de los misioneros Identes.
Europa, 18 de Abril, 2021. | Tercer Domingo de Pascua
Hechos de los Apóstoles 3: 13-15.17-19; 1 Juan 2: 1-5a; San Lucas 24: 35-48.
Hace unos días, fui a ayudar en nuestra parroquia de Madrid (España). Cuando estaba en la puerta, me llamó un hombre de unos 45 años. Tenía un aspecto educado y vestía como cualquier persona de clase media. Me preguntó si era sacerdote de la parroquia y me presenté. Me explicó que había perdido su trabajo, que no sabía qué hacer y que tenía deudas.
Hablamos de varias posibilidades de ayuda (Cáritas, Servicios Sociales, etc.) y… no creo que pudiera ayudarle realmente con su problema. Pero, al final, me dijo: Gracias por preguntar mi nombre y por tomarse el tiempo de hablar conmigo.
Cuando tenemos dificultades, todos los seres humanos necesitamos alguna forma de intimidad, un espacio donde compartir nuestros problemas y dudas con alguien. En el Evangelio de hoy, Jesús eligió comer algo con los asustados y confundidos discípulos y así pasó un rato relajado y familiar con ellos, antes de hablarles de la misión que les confiaba y de cómo todo lo que ocurría formaba parte del plan divino. Luego, les abrió la mente para que entendieran las Escrituras.
Hay una razón por la que Jesús nos ha dado una comida como forma de recordarle. Las comidas pueden ser los lugares donde nacen las comunidades, donde el tiempo se detiene, donde podemos ser quienes somos en un entorno cómodo. No es de extrañar que Jesús hiciera que el centro de nuestro culto fuera una mesa donde comer. Nuestra esperanza como cristianos es que la vida que compartimos juntos en la mesa de la cocina -todas nuestras alegrías, miedos, vulnerabilidades y emociones- sea lo que llevemos al altar de nuestra mesa eucarística, compartiendo con Jesús y su Iglesia reunida de una manera que haga que el tiempo se detenga y forme recuerdos que nunca olvidaremos.
Las comidas conectan a las personas. ¿Por qué si no crees que muchas personas van a cenar en sus citas? Las comidas realmente ayudan a establecer relaciones más estrechas entre las personas.
Algo tan sencillo como preguntar qué quiere alguien para cenar o decidir qué comer hace que el vínculo entre nosotros sea más fuerte. Si se establece una rutina regular de comer juntos, las familias pueden llegar a estar más unidas. Si pensamos en los gestos habituales que se producen al comer en grupo, como repartir los platos, compartir la comida, etc., son gestos que crean física y mentalmente relaciones entre las personas.
En un mundo donde lo más frecuente y fácil es la desunión, somos testigos cuando logramos permanecer juntos. En un mundo en el que nos abruman las necesidades, las carencias y el miedo, somos testigos cuando encontramos la manera de acercarnos al prójimo y dedicarle un tiempo para escucharlo.
Es posible que no podamos resolver sus problemas. La única condición es acercarnos a ellos en nombre de Cristo, a la manera de Cristo, sin ninguna otra motivación. Que la próxima vez que tomemos un café con alguien, o estemos comiendo o cenando con nuestra comunidad, con nuestra familia, nuestra intención no sea apaciguar el hambre, sino crear un clima adecuado para que los que nos rodean sientan la presencia de Cristo, no simplemente nuestra cortesía o amabilidad.
Cuando hablamos del Espíritu Evangélico, de vivir según el estilo de Cristo, no podemos limitarnos a la dimensión moral. Es evidente que cualquier pensamiento, deseo o acción que vaya en contra del prójimo es contrario al Espíritu Evangélico. Pero no olvidemos que los momentos “ordinarios”, como cualquier conversación, un saludo o una comida, deben estar llenos de intención, iluminados por el deseo de ser testigos de Cristo. Si nos limitamos a evitar las ofensas, o a ser amables y serviciales (lo cual es indispensable), podemos perder de vista que cada momento con otras personas es un reto, una invitación silenciosa a dar pruebas de abnegación y servicio (no sólo una de las dos).
Cuando Jesús preguntó: ¿Tienen aquí algo para comer? por supuesto que sabía la respuesta. Era una forma didáctica de decir a los discípulos: Ahora mimso pueden hacer algo por mí….. Si queremos ser auténticos apóstoles, debemos tomar nota de este estilo pedagógico de Cristo. Una de las manifestaciones modernas de esta invitación inmediata a seguirle es el voluntariado misionero, ya que está abierto a personas cuya fe no es necesariamente fuerte e invita también a una respuesta inmediata, previa a una comprensión sistemática de lo que es la vida espiritual.
Las Escrituras de este fin de semana hablan de reconocer la presencia y la acción de personas divinas en nuestras vidas. En la Primera Lectura, nos encontramos con que Pedro y Juan, por el poder del nombre de Jesús, curaron a un hombre lisiado de nacimiento. Naturalmente, su curación causó un gran revuelo y Pedro y Juan aprovecharon el momento para recordar que ese hombre no había sido curado por ellos, sino por Jesús de Nazaret… al que esa gente había dado muerte, pidiendo que lo crucificaran.
Aunque muchos de nosotros no hemos tenido esa experiencia de curación, sí compartimos la experiencia mística más frecuente y clara: el perdón. Tú y yo hemos sido perdonados muchas veces, no sólo a lo largo de los años, sino también hoy. Este perdón se manifiesta una y otra vez en el hecho de que pone ante nosotros una nueva misión, lo cual es su máxima expresión de confianza.
De este modo, somos enviados a anunciar la Buena Noticia, no como un acontecimiento singular ocurrido históricamente, sino como nuestra propia experiencia personal de haber sido redimidos, de haber sido invitados a acercar a nuestro prójimo a Dios, a pesar de nuestro miedo, nuestra mediocridad y nuestras traiciones.
Esta misericordia nos proporciona una paz y una alegría duraderas. Al mismo tiempo, también nosotros somos enviados por el Señor a ser sus testigos y a tocarle tendiendo la mano a nuestros hermanos, especialmente a los pobres y necesitados, porque Dios ha asumido el rostro de todos los hombres y mujeres del mundo, y la humanidad se ha convertido así en presencia de Dios entre nosotros.
En las palabras de hoy de Jesús no hay ningún reproche por el miedo o la infidelidad de los discípulos, ninguna severidad, sino la ternura de quien da toda clase de signos para que podamos creer con nuestra débil fe. Es el mismo mensaje de ternura y perdón que el impetuoso Pedro da al pueblo en la Primera Lectura: Nuestros errores, pecados y actitudes mediocres no se deben sólo a la malicia, sino a la ignorancia y nunca tendrán la última palabra. Al final siempre habrá el anuncio del perdón y la posibilidad de recuperación. La curación del mendigo cojo, que tuvo lugar inmediatamente antes del texto de los Hechos de hoy, fue sólo un signo visible de esta realidad.
No siempre somos capaces de reconocer la presencia y la acción de Cristo (o de las tres personas divinas) a nuestro lado. En gran medida, esto se debe a que nos cuesta aceptar que las personas humanas y divinas tienen formas de ver la realidad y de actuar muy diferentes a las nuestras.
Recuerdo que cuando estaba en el colegio era especialmente torpe para el dibujo artístico. Sin embargo, uno de mis compañeros, que no destacaba en otras materias escolares, tenía una capacidad e imaginación increíbles para el dibujo artístico. Así que llegamos a un acuerdo: en los deberes de cada día, yo hacía los problemas de matemáticas y él hacía un dibujo para cada uno. Era un tándem perfecto. No me cabe duda de que nuestro profesor, un inolvidable Hermano Marista, era consciente de nuestra “cooperación”, pero lo cierto es que ambos progresamos en nuestras respectivas áreas más débiles y nos hicimos aún mejores amigos.
Por mi parte, me resultaba difícil imaginar cómo una persona como Pablo -así se llamaba- podía tener una visión tan diferente a la mía, una capacidad para plasmar en el papel cualquier cosa que pudiéramos imaginar: paisajes, piratas, animales, monstruos…. Mi forma de razonar y aprender era completamente diferente.
¿Seremos capaces de admitir que la lógica de Dios es probablemente diferente de la nuestra, que sus planes de misericordia y salvación para nosotros pueden ser imprevisibles y difíciles de imaginar?
Para los discípulos de Emaús y para los que estaban encerrados por miedo a las autoridades, todo parecía oscuro e insondable. Antes de explicarles otras muchas cosas, Jesús les muestra las heridas de sus manos y pies, es decir, sus gestos de amor, para que comprendieran el poder y el alcance del plan de salvación de nuestro Padre celestial: si buscamos agradarle, darle gloria en las cosas pequeñas, nos hace más fuertes que la angustia y la muerte. Eso explica la recomendación de Juan en la Segunda Lectura: El modo en que podemos estar seguros de conocerle es guardando sus mandamientos. La lógica de Dios no es nuestra lógica, lo que parece locura y debilidad, Cristo muriendo en la cruz, o nuestra completa fidelidad a las pequeñas cosas (dar las gracias, saludar, ofrecer un vaso de agua) es en realidad lo que allana el camino a la sabiduría y al poder providencial de Dios que nos salva.
A veces suponemos que somos los seres humanos los que buscamos. Solemos imaginar que la fe es un gran juego del escondite, en el que Dios se hace duro de encontrar. Pero Dios no se esconde. Dios está buscando, hablando, derramando gracia vivificante como la lluvia y cubriendo la tierra con un amor que sufre con todos los que sufren profundamente. Busquen al Señor mientras se le pueda encontrar, invocadlo mientras esté cerca; que los impíos abandonen su camino y los injustos sus pensamientos; que se vuelvan al Señor, para que tenga misericordia de ellos (Is 55, 6-7).
Aunque algunos de los esfuerzos generosos que hacemos muestran que creemos en Cristo resucitado, todos tenemos momentos y épocas en nuestra vida en los que, como los discípulos, sentimos que la existencia ha perdido su sentido. Nos hundimos en la tristeza y el dolor y olvidamos las veces que hemos visto y experimentado la presencia y el perdón de Cristo resucitado. Normalmente, estos son los momentos que el Espíritu Santo utiliza (no “produce”) para llevar a cabo nuestra purificación, no muy diferente de la contrariedad que los primeros discípulos experimentaron en sus vidas. Es en esos momentos cuando necesitamos saber y comprender que Cristo resucitado está con nosotros y que hemos sido y somos amados por Dios más de lo que reconocemos.
Y cuanto más reconozcamos esta presencia, más se transformará nuestra tristeza en alegría y nos veremos capacitados para ser sus testigos ante los demás.