«Espíritu victimal de una gran mística renana. Esta penitente dominica, de frágil salud, fue agraciada con numerosos favores místicos, entre otros, los estigmas de la Pasión de la que fue devota. Con su ofrenda cosechó grandes frutos»
Cuando la enfermedad alcanza ciertas cotas impidiendo llevar el ritmo de las personas sanas es frecuente dudar de la posibilidad de realizar algo por los demás que merezca la pena, tanto humana como espiritualmente. Si las lesiones se producen en el contexto de una vida austera, tal exigencia añadida requiere un esfuerzo suplementario. Sin embargo, cualquier santo o beato, aún en el caso de verse acechado íntimamente por estos temores, los despeja con su comportamiento cotidiano. No desperdicia el tiempo vagando entre ideas peregrinas acerca de lo factible, lo restringido, o lo prácticamente inviable. Enredarse en tales presuposiciones le impediría valorar las opciones que tiene a su alcance. Su modo de proceder pone de manifiesto que hasta las circunstancias más adversas revierten en gracia cuando la mente y la voluntad confluyen para desterrar la conciencia de limitación. Para Dios, que contempla con toda ternura a sus afligidos hijos, no existe tal barrera. Los santos han cosechado infinidad de frutos con la oración, ofrendando lo que poseían, con especial acento en su propia debilidad e indigencia. Nunca dejaron pasar de largo este fértil activo que la vida puso en sus manos, como hizo Margarita, primera beatificada por Juan Pablo II.
Pertenecía a una influyente familia de Donauworth, Alemania, donde nació hacia 1291. Con 15 años ingresó en el monasterio dominico de la Asunción en Medingen, y progresivamente iría trazando el itinerario que hizo de ella una de las grandes místicas renanas del siglo XIV. Con su presencia Medingen atravesó una etapa de florecimiento significativo. En el convento le había precedido un familiar directo y otros la secundaron después. En 1311, cuando llevaba en él un lustro, experimentó irrevocable afán de crecer en el amor. Se sintió llamada a ser: «Salvadora para sí misma, ejemplar para los hombres, agradable a los ángeles y grata a Dios». Se propuso imitar a santo Domingo, y nunca volvió la vista atrás.
Era de constitución débil, presa fácil de las enfermedades que arreciaron en medio de los rigores conventuales. Durante tres años, de 1312 a 1315, la dolencia mantuvo su vida en situación de gravedad permanente. Además, era incapaz de controlar emociones compulsivas que iban de la risa al llanto, un estado que le sirvió como trampolín espiritual. Siete años más tarde estuvo al borde de la muerte. No llegó a recuperarse por completo, y los restantes trece años fueron difíciles al verse obligada a pasar en cama seis meses de cada uno de ellos. Hallarse atrapada en su lecho no constituyó un veto para las penitencias que no dejó de realizar, incluyendo determinadas privaciones moderadas dado su estado de salud. Oración, paciencia, sencillez y humildad; de ese modo se inmolaba. En esos largos periodos apenas pudo hacer nada. Cuando fue dispensada de la observancia comunitaria, padeció gran aflicción. Al final, quedó irremisiblemente afectada por las secuelas. Órganos como la vista, la lengua y el corazón sufrieron pronto desgaste cuando se ofreció a Dios con espíritu victimal, suplicándole que no la sanara. Fue muy discreta en lo concerniente a sus padecimientos corporales.
Agraciada con favores místicos, se le confirmó por revelación que Dios aceptaba sus sacrificios. Después recobró en parte la salud, dio gracias por ello, y reiteró su oblación. Se tiene rigurosa constancia de sus altas experiencias porque las relató por indicación de su confesor, el padre Enrique de Nördlingen, impulsor, junto al dominico Juan Taulero, del movimiento espiritual «Amigos de Dios» nacido en 1339, quien solicitó en muchos momentos sus consejos. La beata y su confesor se habían conocido cuando el sacerdote pasó por el monasterio en octubre de 1332. Fue un gran director espiritual. Ella tuvo el consuelo de saber que Dios aprobaba al religioso por la siguiente locución divina: «A Mí me place a causa de su profunda humildad».
Margarita se caracterizó por su devoción al Sagrado Corazón de Jesús, a la Eucaristía, y a la Pasión de Cristo. Quería asemejarse a Cristo, y su ruego fue escuchado porque ese año de 1339 recibió los estigmas. Algunos de los favores se produjeron ante el crucifijo. Tenía por costumbre meditar en los misterios de la vida del Redentor que se hacía presente agraciándola con signos sobrenaturales. Estos también se manifestaron en la oración y en la recitación del Padrenuestro, sobre el cual redactó un valioso comentario. Tuvo momentos de gran intimidad mística con el Niño Jesús, especialmente desde 1344, año en el que fue obsequiada con una imagen suya. En otra de las locuciones con las que fue bendecida, Él le reveló aspectos relativos a su concepción y Nacimiento: «Yo ocupaba todo el corazón de mi divina Madre, yo inundaba todo su ser de una alegría dulce y sobreabundante».
Había instantes extáticos en los que Margarita no lograba emitir sonido alguno. En ese estado signos de su amor y de santo temor se abrían paso entre los muros del monasterio. El horror a perder a Dios le llevaba a suplicar ardorosamente: «Señor, haz de mí lo que quieras pero no me dejes jamás»; Él la consolaba asegurándole que no la abandonaría. En 1347 se produjo su desposorio místico, y en 1348 recibió la impresión personal del Espíritu Santo. Al vaticinarle su muerte, supo que en ese instante sería acompañada de María y del apóstol san Juan. Su tránsito, acompañado de fama de santidad, se produjo el 20 de junio de 1351 mientras decía: «Demos gracias a Dios; Virgen María, Madre de Dios, ten misericordia de mí». El 24 de febrero de 1979 Juan Pablo II ratificó el culto que venía recibiendo desde hacía siglos.
© Isabel Orellana Vilches, 2018
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