«Pobre con los pobres, así vivió esta humilde monja que quiso por encima de todo estar clavada a la cruz de Cristo. Y este es el signo que vinculó a su nombre, que dio a su fundación y el que marcó su quehacer apostólico»
Ángela Guerrero González nació en la espléndida ciudad de Sevilla, España, el 30 de enero de 1846. Su padre era cocinero en el convento de los padres trinitarios y su esposa trabajaba también para los religiosos. En el hogar nacieron catorce hijos, de los cuales sobrevivieron seis. Su madre llegó a conocer su fundación. Angela era humilde, sencilla, muy alegre, devota y gran trabajadora; tenía un buen ejemplo en sus progenitores. Uno de los primeros recuerdos de su infancia, bien conocidos, fue su repentina desaparición —cosa de niños—, pero no se debió a una travesura ordinaria, como supuso enseguida Josefa, su madre. Así que apuntó al lugar donde pensaba que había podido ir: la iglesia. Y, efectivamente, allí estaba: orando, recorriendo los altares. Recordando el hecho, cuando ya era fundadora, decía: «Yo, todo el tiempo que podía, lo pasaba en la iglesia, echándome bendiciones de altar como hacen las chiquillas».
Para ayudar a los suyos comenzó a trabajar a los 12 años en el taller de una zapatería. Su formación fue muy precaria debido a la falta de recursos de su familia. Apenas pudo aprender a leer y escribir, pero su finura espiritual se hizo patente en ese cercano círculo. Así, mostraba rotundo desagrado ante conversaciones poco delicadas, teñidas por descalificaciones y blasfemias. Y, al menos en su presencia, sus compañeros se abstenían de proferir palabras malsonantes e improperios. Es otra característica de los santos quienes con su autoridad moral trazan caminos de bien comenzando por su entorno. Además de poner coto a la afilada lengua de los empleados, la santa les convencía para que rezasen el rosario. Estos y otros rasgos de su virtud llegaron a oídos del padre Torres Padilla, quien le ayudó a dilucidar su vocación y a madurarla, orientándola hacia la vida apostólica. Tenía entonces 16 años. Al salir del trabajo visitaba hogares sumidos en la pobreza, frecuentaba iglesias y rezaba en sus altares. Los menesterosos de su barrio recibían sus limosnas.
Cuando en 1865 Sevilla fue abatida por el cólera, diezmando a las familias que vivían en los «corrales de vecindad», Ángela, que ya tenía 19 años, se desvivió para asistir a todos. Entonces abrió su corazón al padre Torres diciéndole que quería hacerse monja. Pero esta mujer audaz tenía un cuerpo menudo y era de complexión débil, así que cuando tocó la puerta de las Carmelitas Descalzas del barrio de Santa Cruz no fue admitida. Se temió que no pudiera soportar los rigores de la vida de clausura. Más tarde, fue postulante con las Hermanas de la Caridad. Sin embargo, su mala salud la obligó a salir del convento, pese a que las religiosas hicieron todo lo posible para que permaneciera junto a ellas buscándole destino en otros lugares, confiadas en una eventual mejoría. De modo que, en la calle nuevamente, Ángela partió con esta convicción: «Seré monja en el mundo». Y ante los pies del Crucificado hizo privada consagración de su vida el 1 de noviembre de 1871. Los dos años siguientes maduró su anhelo de vivir clavada —y subrayó esta expresión— junto a la cruz de Cristo, llamándose Ángela de la Cruz.
En 1873 formuló los votos perpetuos fuera del claustro, uniéndose por voto de obediencia a las indicaciones del padre Torres. En su corazón ya bullía el anhelo de hacerse pobre con los pobres (los llamaba sus señores), y formar la «Compañía de la Cruz». Con toda su confianza puesta en Cristo, en enero de 1875 comenzó a dar forma a este sueño. Se unieron a ella tres mujeres que se distinguían por su bondad y sencillez, y compartían el espíritu de pobreza. Una aportó los medios para alquilar un cuarto con «derecho a cocina», como entonces se decía. Y ese fue su «primer convento», austero, como los que irían surgiendo. Desplegaron una ingente labor asistencial realizada a tiempo completo, de día y de noche, que tenía como objetivo a los necesitados pobres y enfermos; limpiaban sus casas y les daban consuelo. Luego se mudaron a otra calle. Su acción ya había obtenido reconocimiento en estamentos religiosos. Vistieron un hábito y a Ángela pronto empezaron a llamarla «Madre». En medio de la labor pastoral realizaba duras penitencias y mortificaciones.
En 1876 el cardenal Spinola les dio la bendición. Y en 1894 ella mantuvo un encuentro con León XIII que aceptó su obra, aprobada después por Pío X en 1904. Sevilla y toda Andalucía acogió con gratitud y cariño a esta pobre «zapaterita, negrita, y tontita», como ella misma se definía, a la que acompañaba fama de santidad por sus virtudes y prodigios. Su forma de vida austera y mortificada suscitó numerosas vocaciones entre las jóvenes. Abría los brazos no solo a los pobres, sino también a potentados que solicitaban su atención, consejo y apoyo. Su amor por los necesitados le instó a realizar un gesto que otros santos tuvieron, como Catalina de Siena: succionar la supuración de las llagas de una enferma que se hallaba a punto de morir, y que sanó poco tiempo después.
Fue agraciada con visiones. Su itinerario espiritual estuvo marcado por grandes purificaciones que la condujeron a las más altas cimas de la mística, coronada por el desposorio espiritual. Fue reelegida cuatro veces madre general hasta sus 82 años. Cesó a instancias superiores eclesiales, y acogió con gran alegría volver a convertirse en una religiosa sin más responsabilidades. Una trombosis cerebral que se presentó el 7 de julio de 1931 la dejó casi paralizada. Y el 2 de marzo de 1932 voló al cielo. Lo último que se le había oído decir antes de perder el habla, fue: «No ser, no querer ser; pisotear el yo, enterrarlo si posible fuera…». Juan Pablo II la beatificó en Sevilla el 5 de noviembre de 1982 entre el delirio de las gentes que no ocultan su devoción por esta madre de los pobres como es conocida. Y el mismo pontífice la canonizó en Madrid el 4 de mayo de 2003.
© Isabel Orellana Vilches, 2018
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