La vida de este «apóstol de la amabilidad», doctor de la Iglesia, es uno de los claros ejemplos de lucha sin cuartel contra el defecto dominante y muestra de que cuando se ama a Dios, con su gracia, todo es posible.
Nacido en el castillo de Sales, en Saboya, el 21 de agosto de 1567, fue conquistando la virtud día tras día. En ella condensaba la exquisita enseñanza evangélica que había recibido de su madre, excelente narradora de la fe que desmenuzó ante los ojos inquietos del niño. Heredó su paciencia y constancia, así como la elegancia en el trato. Temiendo su padre que la influencia materna hiciera de él un hombre frágil, designó al riguroso y exigente padre Déage para ser su preceptor. El santo agradeció siempre sus enseñanzas y las acogió humildemente. Eso sí, determinó actuar con los demás de un modo distinto, allanándoles el camino y liberándoles del peso que encierra el perfeccionismo. Al recibir la primera comunión en el colegio de Annecy con 8 años, estableció las consignas que seguiría su vida de entrega a Cristo: orar, visitar al Santísimo, ayudar a los pobres y leer vidas ejemplares. Procuró ser fiel a ellas hasta el fin de sus días.
Sentía ardientes deseos de consagrarse a Cristo, pero su padre lo envió a estudiar a París. Recibió educación en el colegio Clermont de los jesuitas, que combinaba con dos horas diarias de equitación, esgrima y baile, bajo la dirección del padre Déage, en un plan diseñado por él que incluía confesión y comunión semanal. Destacó en retórica, filosofía y teología. La determinación que tomó de consagrarse a la Santísima Virgen le ayudó a superar todas las pruebas que sufrió en esa época, manteniendo incólume su pureza. Sus modelos eran san Francisco de Asís y san Felipe Neri.
A los 18 años era manifiesta su inclinación a la ira. Y, consciente de ello, ponía todo su empeño en contenerla. Se dice que la sangre se agolpaba en sus mejillas en determinadas situaciones incómodas para él. Qué esfuerzos haría para someter este defecto que quienes le conocían, al ver su delicado trato, consideraban que estaba libre de esa tendencia y jamás podrían haber imaginado el combate interior que libraba. Experimentaba también una profunda angustia que le llevaba a pensar en su condenación. Esta idea se le clavó hondamente y trazó en su organismo las huellas de su inquietud: una suma delgadez y el temor por su razón. Le aterrorizaba saber que en el infierno no podría amar a Dios. Este desasosiego se disipó al recitar ante la Virgen la oración de san Bernardo Acordaos…, y también le ayudó a curar su orgullo.
En 1588 comenzó a estudiar derecho en Padua, como deseaba su padre, sin descuidar la teología que precisaba dominar para ser sacerdote. Aún seguía estrictamente el plan de vida que se trazó a los 8 años. Todos los días hacía su examen particular; tenía presente su defecto dominante: el mal genio, y veía si había actuado con la virtud contraria a esta tendencia. Oraba, meditaba, se proponía ser cada día más amable en su trato con los demás, con la prudencia debida, trayendo a su mente la presencia de Dios. Prosiguió defendiendo su vocación con paciencia y tesón hasta que logró vencer la férrea voluntad de su padre en cuyos planes no entraba la opción de entrega total a Dios, sino que esperaba que hubiera contraído matrimonio eligiendo esa otra forma de vida.
Finalmente, logró su deseo, y fue ordenado sacerdote. Lo destinaron a la costa sur del lago de Ginebra para luchar contra el protestantismo, y allí desplegó todas sus artes obteniendo numerosas conversiones. En esta compleja misión de Chablais tuvo que hacer acopio de paciencia y esperar confiadamente que en el árido corazón de las gentes germinase la semilla de la fe. El arma fue el amor, y así lo confió él mismo a santa Juana Chantal: «Yo he repetido con frecuencia que la mejor manera de predicar contra los herejes es el amor, aún sin decir una sola palabra de refutación contra sus doctrinas». En 1602 fue designado obispo de Ginebra, sucediendo en el gobierno de la diócesis al prelado Claudio de Granier. Fijada su residencia en Annecy, enseguida destacó por su generosidad, caridad y humildad.
Juana Chantal fue una de las incontables personas a las que dirigiría espiritualmente. La conoció en 1604 cuando predicaba un sermón de Cuaresma en Dijón. Con ella fundó la Congregación de la Visitación en 1610. Como rector de almas no tenía precio. Era bondadoso y firme a la par. En su Introducción a la vida devota había hecho notar: «Quiero una piedad dulce, suave, agradable, apacible; en una palabra, una piedad franca y que se haga amar de Dios primeramente y después de los hombres». Acuñó esta conocida apreciación, surgida de su experiencia: «Un santo triste es un triste santo». A él se debe también la consigna escrita en su Tratado del Amor de Dios: «La medida del amor es amar sin medida». Preocupado por la genuina vivencia de la caridad evangélica había escrito: «No nos enojemos en el camino unos contra otros». «Caminemos con nuestros hermanos y compañeros con dulzura, paz y amor; y te lo digo con toda claridad y sin excepción alguna: no te enojes jamás, si es posible; por ningún pretexto des en tu corazón entrada al enojo». Así había vivido: entregado a los demás; hecho ascua de amor.
Tras su muerte, acaecida en Lyon el 28 de diciembre de 1622, monseñor Camus manifestó que al extraerle la vesícula biliar hallaron nada menos que 33 piedras. Eso da idea del ímprobo esfuerzo que habría hecho el santo a lo largo de su vida para trocar en mansedumbre y dulzura un temperamento volcánico poderosamente inclinado al mal genio y a la cólera. Fue canonizado el 19 de abril de 1665 por Alejandro VII. Es patrón de los escritores y periodistas católicos.
© Isabel Orellana Vilches, 2018
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