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por el p. Luis CASASUS, Superior General de los misioneros Identes


New York, 09 de Febrero, 2020. |  V Domingo del Tiempo Ordinario.

Isaías 58: 7-10; 1 Corintios 2: 1-5; San Mateo 5:13-16.

La sal es un agente muy reactivo y tiene la tendencia a atraer sustancias de su entorno y a unirse rápidamente a ellas para crear nuevas sustancias.

Y sabemos que la luz es “algo” que siempre está vibrando o, si se prefiere, viajando.

Hace falta ser muy torpe para no entender que en el Evangelio de hoy Cristo está hablando de algo más que de religión, de mucho más que una alternativa para nuestra vida: se refiere a cómo hemos sido creados, como seres esencialmente comunicativos, ya en relación real con los demás, independientemente de nuestras convicciones, intenciones, experiencias y de nuestra vida moral. Claramente, Jesús espera que sus discípulos marquemos la diferencia en la vida de nuestros semejantes.

Lo queramos o no, seamos conscientes o no, esta relación tiene consecuencias, así como el contacto de la luz con los ojos y la unión de la sal con la comida.

Cristo no dijo: Si tan sólo fueran mejores, ustedes serían la luz del mundo. No; dice que YA SOMOS sal y luz, simplemente por el hecho de que intentamos seguirle, de haber sido redimidos por su amor.

Siendo sus discípulos, Cristo nos da la oportunidad de ser lo que realmente somos, de vivir plenamente como sal y luz del mundo, lo cual es posible si ofrecemos nuestro pan al hambriento y saciamos a quien vive en la penuria (1ª Lectura).

¿Qué significa ser la luz del mundo? Permítanme comenzar con un ejemplo.

Un vagabundo entró en una iglesia. No parecía pertenecer a la comunidad parroquial: pelo alborotado, camiseta y vaqueros con agujeros y sin zapatos. Ese día, la iglesia estaba llena y no pudo encontrar un asiento. Al acercarse al frente y darse cuenta de que no había donde sentarse, se puso en cuclillas sobre la alfombra. Se habría podido cortar la tensión con un cuchillo.

Finalmente, un viejo feligrés de unos 80 años, con un traje de tres piezas, comenzó a caminar con su bastón por el pasillo hacia él. Mientras caminaba hacia el hombre, la iglesia estaba totalmente en silencio, excepto por el chasquido del bastón. Finalmente, el anciano llegó a él. Dejó caer su bastón al suelo. Con gran dificultad, se agachó y se sentó a su lado y se puso a orar con él para que no estuviera solo. Ese anciano era Cristo para esa persona. Tal vez la gente recordó el sermón de ese día. Pero nunca olvidarían el testimonio del anciano.

La luz afecta al entorno por su carácter singular. El poder de la luz es asombroso. La más mínima cantidad de luz destruye la oscuridad. Tal es el poder de la más pequeña cantidad de luz, que, en efecto, borra la oscuridad. Cristo nos dice que nuestras vidas deben destacar, no para que la gente piense que somos maravillosos, sino para que la presencia y el amor de Dios sean conocidos. Nuestras humildes acciones en el mundo no deben hacer que la gente se asombre de nosotros, sino que deben ser tales que cada ser humano, especialmente los pequeños, los débiles y los que se sienten más esclavizados por el pecado, sientan la presencia y la misericordia de Dios en sus vidas.

La famosa psiquiatra suizo-americana Elisabeth Kubler-Ross (1926-2004) dijo una vez: Las personas somos como las vidrieras de colores. Brillan y resplandecen cuando el sol está fuera, pero cuando llega la oscuridad, su verdadera belleza se revela sólo si hay una luz en el interior. Ojalá la luz de Cristo dentro de nosotros arda con belleza, mientras entregamos nuestras vidas generosamente, con libertad y alegría.

Tenemos que tener cuidado de asegurarnos de que las obras que hacemos en Su nombre las hagamos sólo con ese espíritu. No deberíamos hacer obras simplemente para presumir de nuestra propia bondad y piedad. Esta es la amonestación dada en Mateo 6:1: Ten cuidado de no practicar tu justicia frente a otros para ser visto por ellos. Si lo haces, no tendrás ninguna recompensa de tu Padre en el cielo. Esta es una historia real:

Cuando era niño, Juan nunca supo dónde se escabullía su madre Susana, durante unas horas, en Nochebuena cada año. Tomaba las llaves de su auto, murmuraba algo sobre hacer mandados y salía corriendo por la puerta trasera.

Después de que su madre muriera en 1990, Juan recibió una carta de alguien llamado Roberto, que había trabajado con ella en una fábrica:

No sé si sabes lo que tu madre hizo por nosotros. Y Juan pensó: No, sólo sabía que ella se marchaba por la noche, y la carta continuaba: Ella venía a hacer de Santa Claus para mis hijos.

Parece que Roberto tenía una casa llena de niños y no mucho dinero. Susana les traía zapatos, camisas, juguetes y dulces. Sólo quería que supiera lo mucho que mi familia y yo apreciamos lo que su madre ha hecho por nosotros todos estos años, decía la carta de Roberto.

Ser una luz para el mundo significa hablar de la verdad y la libertad que hemos descubierto en Cristo (sin esta condición, nuestra palabra es pura farsa). Significa también señalar el mal que hallamos y amar a los que están atrapados por él, acompañándolos para conducirlos al encuentro con Cristo, que es el único que puede liberarlos y llevar la luz a sus tinieblas.

Por lo general, se trata de hacer cosas muy sencillas, como el anciano de la primera historia o la actividad navideña de Susana, pero primero debemos preguntar en la oración si nuestra acción realmente viene de Dios. Como dice la Primera Lectura: Entonces llamarás, y el Señor responderá, suplicarás su ayuda, y él dirá: ¡Aquí estoy!

Él hará sentir su presencia, que contrastará con nuestra pequeñez y nuestras debilidades. Pero lo importante es que nuestro prójimo se preguntará: Si este discípulo de Cristo, que es frágil y mediocre, vive una generosidad y un servicio tan sorprendentes, ¿podré yo también cambiar y descubrir mi verdadero ser? Este es el comienzo de muchas conversiones.

En tiempos de Cristo, los rabinos decían: Así como el aceite trae la luz al mundo, así Israel es la luz del mundo. Se referían al hecho de que Israel se consideraba depositario de la sabiduría de la ley que Dios, por boca de Moisés, había revelado a su pueblo. Llamando a sus discípulos “luz del mundo” Jesús declara que la misión confiada por Dios a Israel estaba destinada a continuar a través de ellos.

La prueba de que las personas han sido atrapadas por esta luz será cuando den gloria al Padre que está en el cielo. Y no olvidemos que esto puede suceder inmediatamente, o después de mucho tiempo, o tal vez después de que el apóstol haya sido víctima del odio, la envidia o los celos. Pero tarde o temprano, tal vez en el momento del encuentro final con Dios Padre, aquellos que conocieron al apóstol darán eternamente gracias de todo corazón por su vida.

¿Y cómo podemos ser la sal de la tierra? Como la sal, estamos llamados a añadir valor a lo que otros están haciendo. Y esta es una hermosa imagen de la virtud del honor, de quien descubre lo mejor de cada ser humano, de quien busca el éxtasis de los demás para crecer cada día. A menos que hagamos esta contribución positiva a la vida de nuestros semejantes, no estamos viviendo el Evangelio.

La sal es capaz de tener una influencia mucho mayor de lo que se podría pensar debido a su insignificante tamaño. Un apóstol en una clase; un discípulo de Cristo en un equipo; o un misionero en cualquier grupo, puede tener una influencia que revela el poder de la calidad sobre la cantidad. Esto significa que los números no son la clave de nuestra esperanza.

Esto también explica por qué debemos estar en todas las áreas de la cultura, en las escuelas, la industria y los negocios de todo tipo. En las artes y ciencias, y en cualquier lugar donde no sea inherentemente malo estar.

La vida de San Pablo nos ayuda a entender por qué podemos ser sal, aunque seamos muy limitados e ignorantes. Él mismo carecía de habilidades como orador y eso se vio claramente en Atenas, donde intentó sin éxito convencer a los oyentes recurriendo al lenguaje sublime de los filósofos (He 17:16-34) o en Troas, donde durante uno de sus sermones, un joven se había dormido y cayó de la ventana (He 20:9).

Sabemos que la palabra de Dios es fuerte en sí misma y su penetración en el corazón de las personas no depende de los medios humanos, sino que es la demostración del Espíritu y su poder (1Cor 2:4). Por su voluntad divina, sus milagros se realizan con la modesta contribución de algún ser humano que, en su pequeñez, acepta ser un instrumento, o ingrediente, para esa obra del Espíritu.

Como ingrediente, los dos principales usos de la sal son, primero. evitar que los alimentos se dañen, y segundo, para mejorar el sabor de los alimentos. Es tarea de los discípulos de Jesús mejorar la vida del prójimo y preservar la esencia misma de lo que es ser humano.

Donde nadie recuerda o presenta los valores del evangelio, se propagan la corrupción, el odio, la violencia y la opresión. En un mundo en el que, por ejemplo, se duda de la inviolabilidad de la vida humana desde su comienzo hasta su fin natural, el creyente cristiano es la sal que recuerda su carácter sagrado. Donde cada uno busca su propio beneficio, el discípulo es sal que conserva, recordando a todos siempre la propuesta heroica, el don de sí mismo.

Los discípulos deben traer al mundo una sabiduría capaz de dar sabor y sentido a la vida. Sin el conocimiento del evangelio, ¿qué sentido tendría la vida, las alegrías y las penas, las sonrisas y las lágrimas, las celebraciones y el llanto? ¿Qué sueños y esperanzas podrían alimentar a los humanos en esta tierra? Sería difícil ir más allá de lo que sugiere el Antiguo Testamento: Es mejor comer, beber y disfrutar de las cosas buenas en los pocos días de vida que Dios da: este es el destino del hombre (Ecl 5:17).

Como discípulos de Cristo, estamos llamados a proclamar la fe en el mundo y dar esperanza a la humanidad que no puede sentir la presencia de Dios. Lo hacemos siendo la sal de la tierra y la luz del mundo. Ser la sal de la tierra es transformar la vida, añadir sabor a la vida tediosa y sin sentido de la sociedad. Estamos llamados a marcar la diferencia en la vida de las personas, dándoles un sentido y un propósito. San Pablo conocía este simbolismo y por eso recomienda: Que vuestra conversación sea siempre agradable, sazonada con sal (Col 4:6).

Finalmente, Cristo nos advierte que la sal no debe perder su sabor ni la luz puede ser escondida bajo un cuenco. Eso no es simplemente un pecado, sino un acto contra nuestra naturaleza y contra los dones que Dios nos otorga continuamente. La negativa a desarrollar lo que se nos ha dado lleva a la pérdida de esos dones. De hecho, al que no tiene, incluso lo que tiene le será quitado. Es como sucede a los que tienen el don de la escritura, la pintura o la música. Si no continúan escribiendo, pintando o tocando música, lo perderán finalmente ese don. La mejor manera de conservar algo es regalarlo. La mejor manera de mantener nuestra fe es compartirla.

La falta de vida de oración es la causa principal de la pérdida de celo y entusiasmo en nuestra misión.  La falta de intimidad con la Santísima Trinidad es la causa de la eventual pérdida de nuestra relación con las personas divinas.

Lo que necesitamos hacer. por tanto, es renovar continuamente nuestra vida en el Espíritu Santo. Necesitamos renovar nuestra relación con Él, contemplando la Palabra de Dios y recibiendo los sacramentos con devoción.