por el p. Luis CASASUS, Superior General de los misioneros Identes.
Madrid, 06 de Enero, 2020. Epifanía del Señor.
Isaías 60: 1-6, 12-14; Carta a los Efesios 3: 2-3a.5-6; San Mateo 2:1-12.
Cuando era un joven aspirante a astrofísico, en el Observatorio de Tenerife (España), después de varias horas de trabajo nocturno en un telescopio guiado por computador, mi veterano instructor dijo: Ahora vamos a ver las estrellas…de verdad. Salimos de la cúpula, y en el frío de la noche sentimos cómo las estrellas parecían quemarnos con su luz. Nunca lo he olvidado. Era otra cosa; algo que iba más allá de nuestros cálculos y del análisis de datos. Era la poesía y la inspiración que ha tocado el corazón de todas las culturas y religiones durante siglos.
Los Reyes Magos se han convertido en el símbolo de los pueblos de todo el mundo, emprendiendo el camino que lleva a Jesús para recibir esa salvación iniciada por el nacimiento de Cristo y llevada a cabo en el misterio pascual de su Muerte y Resurrección. Y todo esto se expresa simplemente con una estrella.
La estrella de Navidad no se encuentra en el cielo. San Mateo escribe para los lectores que conocen el Antiguo Testamento y esperan ver la aparición de una estrella mencionada en una misteriosa profecía del libro de los Números por Balaam y su burro hablador. Balaam era un astrólogo, un mago de Oriente, quizás similar a los que se mencionan en el Evangelio de hoy. Un día, 1200 años antes del nacimiento de Jesús, profetizó sin querer: Veo algo en el futuro, diviso algo allá muy lejos: es una estrella que sale de Jacob, un rey que se levanta en Israel. Israel realizará grandes hazañas. Un vencedor saldrá de Jacob y destruirá a los que queden en la ciudad (Num 24: 17-19).
Al presentarnos a los tres sabios de Oriente que vieron la estrella, el evangelista quiere decir a sus lectores que del linaje de Jacob surgió el esperado Salvador. Es Cristo. Él es la estrella. Este es el mensaje de esperanza de la Epifanía, la fiesta de la luz. Se creía que el nacimiento de una gran persona iba acompañado de la aparición en el cielo de su estrella: grande para los ricos, pequeña para los pobres. Se pensaba que la aparición de un cometa era un signo del advenimiento de un nuevo emperador.
En el mundo, una estrella es un personaje famoso. El foco está en la estrella. Es el centro y punto de atracción, pero Cristo es diferente de las estrellas de cine porque su misión no fue la de atraernos a Él sino al Padre. He dado a conocer tu nombre a los que me diste del mundo (Jn 17, 6).
La estrella de la Epifanía es una luz, que revela lo que ha sido cubierto por la oscuridad. Los primeros discípulos, en medio de su visión y comprensión borrosa, dijeron de manera inspirada: Señor ¿A quién iremos? Sólo tú tienes palabras de vida eterna (Jn 6: 68).
Al afirmar que Cristo es la verdadera estrella de Navidad, no sólo hacemos una bella metáfora y una evocación artística, sino que reconocemos cómo Él ilumina para nosotros el camino efectivo para cambiar nuestras vidas.
En primer lugar, Cristo nos ilumina con su vida y su palabra para que nos conozcamos verdaderamente a nosotros mismos. Él nos revela lo que está en nuestra vida separándonos de Dios. En nuestro Examen Ascético, esto se refleja en la Lección Didáctica, en la que se nos permite ver los efectos de nuestras faltas y pecados, cuáles son los efectos de la discontinuidad de la oración y las consecuencias de un corazón dividido.
Sólo Cristo nos permite hacer, desde las cosas más oscuras y equivocadas, algo útil, un verdadero reciclaje de nuestros errores, del que aprendemos lecciones realmente constructivas y valiosas para el Reino de los Cielos. Sí; la estrella, que ilumina las tinieblas del cielo en la noche, ha sido siempre un símbolo de la guía divina.
Los impulsos y efectos de nuestros instintos son a menudo oscuros y ocultos. Cristo los ilumina con sus parábolas y sus observaciones sobre la conducta y las intenciones de los fariseos, los poderosos, los líderes religiosos y la mayoría de los ricos.
Nos permite ver cómo el instinto de felicidad puede engañarnos. Si la búsqueda de la felicidad se convierte en la fuerza motriz que nos guía a realizar buenas acciones, entonces nos moverá a esperar satisfacción, gratitud y reconocimiento. Esta es una de las armas más formidables del diablo para engañarnos. Eso fue lo que trató de hacer con Jesús cuando comenzó su ministerio público, al distraerlo de hacer la voluntad de su Padre y su Misión. Él tienta con placeres legítimos, toda clase de poderes y muchas formas de riqueza y comodidad.
Además, Jesucristo ilumina algo que el hombre sólo puede ver y comprender a medias: el verdadero sentido y alcance del amor. Básicamente, todos tenemos alguna idea y experiencia del amor que hemos recibido y dado. Podemos reflexionar y escribir mucho sobre el amor, pero sólo cuando lo vemos encarnado en Cristo comprendemos lo que es la caridad. Después de terminar la historia del Buen Samaritano, dijo: Ve y haz lo mismo. En cada una de sus acciones demostró lo que significa ser manso y humilde de corazón.
El pasaje evangélico del juicio final, no se refiere solamente al fin de este mundo, porque nos recuerda el tipo de comunidad donde Jesús tiene que verse para ser reconocido, el tipo de personas donde Jesús tiene que verse para hacerse presente. La lectura nos dice que el único criterio para juzgar si somos dignos de la ciudadanía en el Reino de Dios, es nuestro ejercicio de la caridad.
Cristo ilustra este criterio con cosas sencillas que todos podemos hacer: alimentar al hambriento, dar de beber al sediento, acoger a un extraño, dar cobijo a los mal vestidos, consolar a los enfermos y visitar a los que están en la cárcel. Pero incluso estas simples manifestaciones de amor son a menudo descuidadas por nosotros. Estos criterios de amor pueden ser puestos en práctica literalmente y han sido llamados «Obras corporales de misericordia», que la Iglesia y sus seguidores han practicado a lo largo de los siglos. El criterio no exalta a aquellos que pasaron largas horas en la oración, el ayuno y la penitencia, sin enfocarse en las necesidades del corazón humano. A estas necesidades humanas responden quienes pertenecen al Reino. Esta respuesta es una respuesta verdaderamente humana y por eso profundamente religiosa.
San Pablo dice hoy que ahora los paganos comparten la misma herencia, que son partes del mismo cuerpo, y que les ha sido hecha la misma promesa, en Cristo Jesús, por medio del Evangelio. Es decir, en Cristo, venimos a entender lo que significa ser un verdadero hombre, alguien que tiene plenitud de vida. Jesús nos revela nuestra identidad como seres humanos al asumir nuestra humanidad. Este fue el caso de los Reyes Magos que presentaron sus dones ante el Niño Rey y de esa manera sus corazones fueron transformados.
Sobre todo, nos demostró su amor por su Padre viviendo una vida de obediencia, que es una vida de filiación divina.
En segundo lugar, Cristo ilumina con su vida y su palabra el misterio de la salvación.
El propio Cristo explica la razón de su venida: He venido para que tengan vida y la tengan en abundancia (Jn 10:10). Nuestro Padre Fundador nos enseña que la santidad, la vida de perfección, consiste en progresar en nuestra conciencia filial. La Epifanía, manifestación continua de Cristo, nos muestra claramente que esto significa progresar en la comprensión y en la vivencia del misterio de la salvación. Esto explica la importancia y la centralidad de la vida mística. El misterio de la salvación significa que Dios quiere compartir su propia vida con nosotros en Jesucristo.
En la fe cristiana, este Salvador se llama Emmanuel, «Dios con nosotros» o «el Verbo hecho carne». Por tanto, Jesús es la revelación perfecta de Dios Padre, y por eso dice: El que me ha visto a mí, ha visto al Padre (Jn 14, 9b).
En el tiempo de Jesús, se pensaba que la gente corriente no podía entender los pensamientos y los planes del Señor porque los caminos de Dios están muy lejos de los nuestros, como están los cielos sobre la tierra (Is 55,9). Sólo algunos privilegiados, a través de sueños, signos y visiones, podían entender algunos aspectos de esos planes divinos. Pero ahora, san Pablo aclara finalmente en qué consiste el misterio: es la salvación de todos los hombres.
Junto a los Apóstoles, recibimos de Dios el don de la plena comprensión de su misterio: A ustedes se les ha concedido conocer los misterios del Reino de los Cielos (Mc 4,11). Pero un misterio, como nos recuerda siempre el Papa Francisco, no es simplemente para ser descubierto o comprendido, sino para entrar en él. Es por eso que, en esta fiesta de Epifanía, se nos llama a ser una luz en las tinieblas. También nosotros estamos llamados a ser signo de esperanza para muchas personas abatidas y solitarias. A través de nuestras obras de misericordia y compasión, estamos llamados a llegar a aquellos que viven en la sombra de la muerte y en la oscuridad. Y para ello no tenemos necesariamente que viajar lejos.
En medio de nuestras incertidumbres e impotencias, viviendo en oración, en ofrenda permanente, como decimos en la Eucaristía, no seremos confundidos. Entonces, se les advirtió en un sueño que no volvieran a Herodes, y regresaron a su propio país por un camino diferente. Nosotros también caminaremos por un camino seguro si acogemos Su amor y Su misericordia.
Como los Reyes Magos, debemos estar dispuestos a correr riesgos. Ellos se arriesgaron a viajar desde lejos a una tierra extranjera para encontrar al niño Jesús, como María y José, confiaron en Dios.
También nosotros debemos sostener nuestros sueños porque, a veces, la estrella puede desaparecer de nuestra vista. No debe sorprendernos que haya altibajos en nuestra relación con nuestros semejantes y con Dios.
Y no debemos viajar solos. Los Reyes Magos actuaron juntos, se consultaron y caminaron unidos en los buenos y en los malos tiempos. Lamentablemente, en las familias naturales o religiosas, muchos de nosotros queremos viajar solos. Tenemos la impresión de que no nos comprenden o que los otros nos frenan. Algunos incluso dicen que los demás no les permiten desarrollar sus talentos o su generosidad.
Ninguna reflexión navideña estaría completa sin una historia que eleve nuestra fantasía a Dios.
Había una vez una joven que anhelaba ver a Dios. Su nombre era Estela. Toda su vida Estela había rezado y trabajado duramente, ayudando a otros y dándose a los pobres y necesitados generosa y compasivamente. Pero, aun así, ella anhelaba ver a Dios… mirar a Dios a los ojos.
Le confesó a un sabio anciano su deseo de ver a Dios. El anciano escuchó y compendió. Le dijo a Estela: A partir de esta noche, sal y cuenta las estrellas. Empieza con la estrella Rigel en Orión y cuenta hacia el este. No cuentes ninguna estrella dos veces. Cuando hayas contado diez mil estrellas, estarás mirando a la luz misma de los ojos de Dios.
Y así, esa misma noche, Estela salió y comenzó a contar las estrellas. Después de varias horas, había contado cientos de estrellas. Regresó la noche siguiente, y la siguiente y la siguiente. Lo que no se dio cuenta fue que mientras contaba hasta el este, las estrellas estaban girando y girando en los cielos. Una noche, doce meses después, Estela estaba contando en voz alta: 9998, 9999…. Al concluir su recuento, se dio cuenta de que la estrella diez mil era Rigel, la misma estrella con la que había comenzado un año antes. Sintió su corazón lleno de la mayor alegría y fascinación al mirar la estrella, ya que la estrella parecía estar mirándola a ella.
Esa misma noche, corrió a la casa del anciano y le contó lo que había visto.
Hija mía -le explicó- estabas buscando la luz de los ojos de Dios. Pero Dios estaba ahí todo el tiempo. No te diste cuenta. El cielo entero tenía que dar una vuelta completa sólo para que pudieras reconocer lo que estaba justo frente a ti desde el principio. Dios movió el cielo y la tierra para traerte a este momento ¡Así de grande es el amor con que Dios te ama! El ojo con el que miras a Dios es el mismo ojo con el que Dios te está mirando.