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Pedir perdón | Evangelio del 12 de enero

By 8 enero, 2025No Comments


Evangelio según San Lucas 3,15-16.21-22:

En aquel tiempo, como el pueblo estaba a la espera, andaban todos pensando en sus corazones acerca de Juan, si no sería él el Cristo; respondió Juan a todos, diciendo: «Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo, y no soy digno de desatarle la correa de sus sandalias. Él os bautizará en Espíritu Santo y fuego».
Sucedió que cuando todo el pueblo estaba bautizándose, bautizado también Jesús y puesto en oración, se abrió el cielo, y bajó sobre Él el Espíritu Santo en forma corporal, como una paloma; y vino una voz del cielo: «Tú eres mi hijo; el Amado, en ti me he complacido».

Pedir perdón

Luis CASASUS Presidente de las Misioneras y los Misioneros Identes 

Roma, 12 de Enero, 2025 | Bautismo del Señor.

Is 40: 1-5.9-11; Tit 2: 11-14; 3,4-7; Lc 3: 15-16.21-22

El Libro del Éxodo nos ofrece la historia fundacional de la liberación de los hebreos de la esclavitud en Egipto, cuando cruzaron el Mar Rojo. Las aguas, aunque resultaron destructivas para los egipcios, también sirvieron como instrumento de salvación para los elegidos por Dios, que emprendieron su viaje hacia la libertad y hacia una nueva identidad de alianza con Él.

La yuxtaposición de estas dos experiencias con el agua nos recuerda que ésta puede ser tanto dadora de vida como destructora. Y no hay mejor lugar para encontrar estos dos elementos juntos que en el Sacramento del Bautismo. Esto lo expuso de manera excelente el Papa emérito Benedicto XVI en su obra Jesús de Nazaret:

Por una parte, la inmersión en las aguas es un símbolo de muerte, que recuerda el simbolismo de muerte del poder aniquilador y destructor de la inundación del océano. La mente antigua percibía el océano como una amenaza permanente para el cosmos, para la tierra; era el diluvio primigenio que podía sumergir toda la vida. . . Pero las aguas fluyentes del río son, ante todo, un símbolo de vida.

Al igual que el agua puede dar vida y muerte, el bautismo tiene un efecto similar en nosotros: por una parte, libera del pecado original y por otra, nos da una vida nueva, la vida de ser plenamente hijas e hijos de Dios.

El Bautismo de Jesús es un acto genial. No sólo significa un gesto de humildad, inesperado en quien no conoció el pecado original, sino el signo visible de la destrucción de nuestros pecados, con los cuales cargó y por los cuales quiso morir en la Cruz.

No creo que muchos superiores, líderes o dirigentes pudieran tener una idea semejante. Creerían que un gesto de ese tipo podría debilitar su autoridad moral y, además socavar la confianza de los suyos, necesitados de un guía perfecto e irreprochable.

Por supuesto, la respuesta de nuestro Padre celestial no se hizo esperar: Ese gesto me complace, Hijo. Llamamos a Cristo, con toda razón, Maestro, Mesías, Redentor, Cordero, Pastor, Camino, Verdad y Vida… Pero el nombre que nuestro Padre celestial le da es Hijo. No podemos dudar que, cada vez que doy un paso para limpiar mis pecados, sin necesidad de ver ninguna imagen ni oír ninguna voz, tendré la misma respuesta de nuestro Padre celestial. Después de la confesión, de pedir perdón por hacer algo indebido o compartir mis faltas con mi director espiritual o rector, me sentiré hijo, acompañado, amado y -por tanto- con la luz y la fuerza que me permitan afrontar las dificultades y la misión.

—ooOoo—

Pedir perdón, confesar. Aunque yo no me puedo considerar un ejemplo, conozco cuatro casos sorprendentes:

* Dos personas que NUNCA han pedido perdón por nada, ni asuntos leves ni otros más serios. A los primeros no les dan importancia y para los segundos siempre encuentran una excusa… o un culpable.

Para hacerlo aún peor, en alguna ocasión se justifican con una frase parecida a: Lo siento si te has sentido ofendido, eludiendo así la responsabilidad y culpando a la otra persona de ser demasiado sensible.

* Una persona que –al menos por un año- NUNCA ha mencionado una sola falta, un error, un pecado a su director espiritual.

* Un parroquiano, culto y amable, que NUNCA se confiesa porque está seguro (y no es un gran descubrimiento) que el confesor es también un pecador.

¿Qué tienen en común estas personas? Que creen sentirse amenazadas si piden perdón. Así ven la supuesta amenaza:

  1. Pedir disculpas les parece rebajarse a sí mismos. El disculparse te hace sentir mal porque estás admitiendo ante los demás (y ante ti mismo) que eres capaz de cometer errores o equivocarte. Es una dura prueba para los que se precian de ser expertos, infalibles, mejores que los demás. Cuestiona nuestra integridad: No somos la persona perfecta que pretendemos ser.
  2. El disculparse les parece renunciar al poder y al control. Sí, porque al equivocarnos lo más probable es que nuestro error rebajase a otra persona (la víctima). Las disculpas devuelven ese poder y control a esa víctima, que puede optar por aceptar las disculpas o reservarse el perdón hasta que se haya hecho una reparación más satisfactoria. Por supuesto, no todas nuestras víctimas están libres de la soberbia…

A quienes no piden perdón, el narcisismo y le pretensión de saber mucho, les impiden hacerse vulnerables, lo cual es una barrera para las relaciones con el prójimo y con las personas divinas.

En su obra más conocida, el Profesor Nicholas Tavuchis señalaba con entusiasmo los frutos que se dan si el pedir perdón tiene una respuesta positiva:

Cuando la admisión compungida de haber obrado mal se convierte en un don aceptado y correspondido por el perdón, nuestro mundo se transforma de un modo que sólo puede describirse como milagroso (Mea Culpa, 1991).

El pedir perdón no puede cambiar el pasado, pero prepara un futuro mucho mejor.

En la vida de algunos santos se observa cómo han sido capaces de pedir perdón por los errores y las faltas de otros. Exactamente con esta intención, nuestro padre Fundador, Fernando Rielo, unió a la festividad de los Santos Inocentes la celebración de la Misa del Perdón, con estas palabras:

La caridad no es sólo hacernos cargo y amar las virtudes de los demás, sino hacernos cargo también de las imperfecciones que tienen los demás, y hacerlas nuestras, hacer nuestros los pecados de los demás, hacernos cargo de todos los pecados, de los pecados de toda la humanidad, de tal manera que seamos como la encarnación del pecado mismo (24 DIC 1990). 

Desde luego, hacerse cargo de los pecados del prójimo es una forma sublime de perdonar y nos asemeja a Cristo, cuando en la Cruz suplicó: Padre -dijo Jesús- perdónalos, porque no saben lo que hacen (Lc 23: 34).

Cuando una persona me ofende, cuando se resiste a cambiar y me corresponde de alguna manera sufrir su obstinación ¿me identifico y me uno a ella? Esto significa hacerme consciente de que esa persona sufre por su actitud de cerrar el corazón, por no poder imaginar el alcance del mal que hace, incluso cuando parezca tan consciente como los que crucificaron a Jesús.

Del mismo modo que Jesús desciende a las turbulentas aguas de la muerte en su bautismo, desciende a los infiernos tras su crucifixión para rescatar las almas de la humanidad perdida. Esto no es sólo la actitud sublime de Cristo, sino lo que tú y yo estamos llamados a hacer al ser limpios por el bautismo y por cada acto de arrepentimiento, de perdón. Esto lo expresa claramente hoy San Pablo, diciendo que, nos sólo quedamos redimidos del pecado, sino que nos convertimos en pueblo suyo, fervorosamente entregado a practicar el bien. Lo que se nos infunde es un fervor, un entusiasmo por la perfección, nada parecido a un sentimiento de “obligación”.

Un padre de dos hijas, una adolescente de 13 años y una niña de 6, relataba la siguiente experiencia.

Una vez, corregí severamente a mi hija adolescente y después me di cuenta que ella no había cometido ninguna mala acción. Me equivoqué. Le pedí perdón, aunque eso no fue una panacea y me miró en silencio con esa cara de suficiencia, propia de los adolescentes que quieren mostrar superioridad frente a los padres. Tal vez mi esfuerzo por ser humilde no arregló la relación entre nosotros; ella no buscaba mejorar nuestra relación, sino oír que ella tenía razón. Se alejó triunfante.

Pero lo mejor –continuó diciendo este padre- fue que, alguna vez que le ha tocado perdonar a su hermana menor, lo ha hecho, un poco a regañadientes, pero tal vez contagiada de mi modesto ejemplo.

Ojalá nosotros nos contagiáramos así de la forma como Jesús perdona a Pedro, a la mujer adúltera, al incrédulo Tomás, a tantos que se sintieron aliviados y transformados con la certeza de haber sido abrazados como el hilo pródigo de la parábola.

El famoso médico de cuidados paliativos Ira Byock, afirmó que, al final de la vida, el deseo de ser perdonado es el principal anhelo de casi todos los seres humanos. Si en última instancia esperamos ser perdonados, pedir perdón parece ser un buen punto de partida, como decimos en el Padrenuestro.

—ooOoo—

Terminemos con una observación que puede ser útil para las personas que dudan sobre la conveniencia de bautizar a sus hijos o ponen razones como la “libre elección” de la religión de cada uno.

Un periodista preguntó una vez al Papa Juan Pablo II: ¿Cuál ha sido el día más importante de su vida? No respondió con sus grandes logros, muchos viajes o discursos dignos de mención. No recordó su elección como Sucesor de San Pedro, ni siquiera su ordenación sacerdotal o su consagración episcopal. Más bien, dijo simplemente: Fue el día de mi Bautismo. Lo que el santo Papa había comprendido es que lo que sucede en el Bautismo es, en efecto, lo más importante de nuestra vida.

Es posible y frecuente que una persona bautizada cometa acciones lamentables, que se aleje de la Iglesia y que, si se puede hacer una comparación, su amor se a mucho menos digno y sublime que el de una persona bautizada. Pero, recordemos lo que nos dice nuestro padre Fundador:

El amor es virtud constitutiva que posee todo ser humano; no así la caridad que, elevación del amor al orden santificante, la posee quien ha recibido el bautismo cristiano.

Esto significa que la persona queda abierta para que el Espíritu Santo actúe en ella de forma muy especial, santificante, es decir, llevando a la plenitud la capacidad de amar que toda persona posee. Otra cosa muy distinta es que esa persona acoja esa gracia o no. La libertad de los seres humanos es siempre respetada por Dios… y Él siempre nos espera con los brazos abiertos, después de todas las inconsistencias y torpezas de nuestra vida.

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En los Sagrados Corazones de Jesús, María y José,

Luis CASASUS

Presidente