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La debilidad de Dios | Evangelio del 3 de marzo

By 28 febrero, 2024No Comments


Evangelio según San Juan 2,13-25:

Se acercaba la Pascua de los judíos y Jesús subió a Jerusalén. Y encontró en el Templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas en sus puestos. Haciendo un látigo con cuerdas, echó a todos fuera del Templo, con las ovejas y los bueyes; desparramó el dinero de los cambistas y les volcó las mesas; y dijo a los que vendían palomas: «Quitad esto de aquí. No hagáis de la Casa de mi Padre una casa de mercado». Sus discípulos se acordaron de que estaba escrito: El celo por tu Casa me devorará.
Los judíos entonces le replicaron diciéndole: «¿Qué señal nos muestras para obrar así?». Jesús les respondió: «Destruid este Santuario y en tres días lo levantaré». Los judíos le contestaron: «Cuarenta y seis años se han tardado en construir este Santuario, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?». Pero Él hablaba del Santuario de su cuerpo. Cuando resucitó, pues, de entre los muertos, se acordaron sus discípulos de que había dicho eso, y creyeron en la Escritura y en las palabras que había dicho Jesús.

Mientras estuvo en Jerusalén, por la fiesta de la Pascua, creyeron muchos en su nombre al ver las señales que realizaba. Pero Jesús no se confiaba a ellos porque los conocía a todos y no tenía necesidad de que se le diera testimonio acerca de los hombres, pues Él conocía lo que hay en el hombre.

La debilidad de Dios

Luis CASASUS Presidente de las Misioneras y los Misioneros Identes

Roma, 03 de Marzo, 2024 | III Domingo de Cuaresma

Ex 20: 1-17; 1Cor 1: 22-25; Jn 2: 13-25

La inocencia: fuerte y vulnerable. Uno de los sufrimientos más intensos por los que podemos atravesar es el ver padecer a los inocentes y, en consecuencia, uno de los crímenes más horribles es el producirles daño.

En Jerusalén, durante la Pascua, miles de peregrinos llegaban al Templo, algunos de ellos después de un largo viaje, en el cual habían invertido sus ganancias de meses o años.

La moneda romana era considerada impura, por eso los cambistas tenían ocasión de obtener grandes beneficios, al cambiarlas por monedas de cobre, las únicas admitidas como limosna, que los peregrinos entregaban junto con el sacrificio de varios animales. Los Saduceos controlaban todo este considerable movimiento y se valían de la buena fe de estos peregrinos para poner unos precios exorbitantes y aprovecharse de los inocentes visitantes.

En esta ocasión, la fe sencilla y el amor a la tradición de esos fieles fue objeto de abuso, de explotación. No sólo eso, sino que además el Templo, que tanto representaba para los judíos, se había convertido en un negocio corrupto. Jesús tenía que dar un signo de desacuerdo total, en nombre de su Padre: No hagan de la Casa de mi Padre una casa de mercado.

Hasta aquí el relato de la reacción de Cristo. Pero ¿qué tiene que ver con nosotros? ¿acaso tú y yo somos negociantes que se hacen ricos con los bienes de la Iglesia? No lo creo, pero sin duda que no respetamos ni tutelamos como es preciso la inocencia de muchas personas, por lo cual merecemos el juicio que Jesús hace hoy hacia los mercaderes del Templo.

La inocencia es insoportable para quienes tienen intenciones mediocres o perversas. Así lo fue para el Faraón, que pidió exterminar a los niños de los judíos cautivos, o para Herodes, que temía el nacimiento de un rival. En una cultura como la de hoy, que celebra el pecado, y el egoísmo, la mera existencia de un bebé representa una acusación. Pero a nosotros, la inocencia también nos hace temblar. Esto ha sucedido siempre en la vida de quienes son verdaderamente inocentes y es particularmente claro en algunos santos y en los mártires.

Parece increíble, pero el encanto que produce la inocencia, en algunos puede transformarse en desconfianza o incluso agresión. Para alguien que lleva dentro conflictos irresolubles, esa inocencia puede volverse insoportable. Y en esos casos no basta con insultar esa inocencia. Tienen que eliminarla. Un caso explícito fue la ejecución de San Juan Bautista por Herodes Antipas. Como sucedió con la persona más inocente, Cristo, la supuesta solución es ignorar la fuente de luz, a veces eliminándola física o espiritualmente, lo cual no es difícil, pues la inocencia va siempre unida a la vulnerabilidad. Vino a lo que era suyo, pero los suyos no lo recibieron (Jn 1: 11).

Cuando decimos que somos muy capaces de destruir la inocencia de las personas, no nos referimos sólo al acoso cibernético, al abuso de menores o al tráfico de seres humanos. El caso de Eva y Adán es muy representativo de lo que sucede: por una parte, es la invitación (Eva) a romper un pacto, en este caso hecho directamente con Dios. Por otro lado, es la confirmación y estímulo a hacerlo (Adán), al aceptarlo como algo natural, sin remordimientos.

Destruimos la inocencia de las personas más jóvenes cuando ironizamos sobre sus sueños, cuando mostramos nuestra mediocridad sin reparo ni vergüenza, o cuando las utilizamos para nuestro provecho, como hacen, por ejemplo, autoridades religiosas que exigen el servicio de los demás para su propia comodidad.

Destruimos la inocencia de las personas, sobre todo jóvenes, cuando descubren que hemos mentido, aunque sea una sola vez, aunque sea sobre un asunto no relevante, aunque sea sin palabras, no confesando una acción.

Destruimos la inocencia de las personas cuando les invitamos a no respetar las pequeñas reglas. Una vez, un hombre llevó a sus dos hijos al zoológico. A la entrada, el empleado que vendía los billetes le preguntó la edad de los dos muchachos: Ocho y seis años, respondió. El empleado le dijo: Podría haber dicho que el menor tenía cinco años, con lo cual entraría gratis. Nadie se habría dado cuenta, le dijo. El papá respondió: Mis hijos sí y no lo olvidarían nunca.

Cristo no deja de elogiar la inocencia, incluso en las personas que no le aceptan o no creen en él. Así, cuando ve llegar al escéptico Natanael, exclama: Aquí tienen a un verdadero israelita en quien no hay falsedad (Jn 1: 47).

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En la Segunda Lectura, cuando San Pablo nos habla hoy de lo necio y lo débil de Dios, seguramente se refiere a la inocencia divina, a su distancia a todo lo que es malo y falso. Por eso Dios se hace vulnerable y permite ser traicionado por sus propias criaturas. Quien se decide a ser inocente, a pesar de sus pecados, recibe la ayuda divina, y su inocencia queda restaurada de la siguiente forma:

  1. Dios me permite ver los efectos de mi pecado, en mi vida y en la del prójimo. Así ocurrió al hijo menor del padre bueno: El hijo empezó a decir: “Padre, he pecado contra Dios y contra ti, y ya no merezco que me llames hijo” (Lc 15: 21).
  2. Me revela la forma de hacer un bien opuesto al daño que hice. Como sucedió al publicano arrepentido: Y Zaqueo, puesto en pie, dijo al Señor: He aquí, Señor, la mitad de mis bienes daré a los pobres, y si en algo he defraudado a alguno, se lo restituiré cuadruplicado (Lc 19: 8).
  3. Cambia mi sensibilidad: no me siento atraído a repetir mis actos escandalosos. Ciertamente, siento un dolor, un rechazo a mis acciones, que es una gracia que me aleja de la posibilidad de volver a caer en lo mismo, aunque cometa otras faltas. Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia (Rom 5: 20). Mi arrepentimiento se hace permanente, continuo.

Esta posibilidad de restaurar la inocencia está en el fondo del corazón humano, que tiembla por la propia debilidad, pero, al mismo tiempo “sospecha” que Dios puede obrar ese milagro. Eso es un aspecto de la Espiración que recibimos en nuestra vida mística, una forma de impulso, de soplo del Espíritu Santo, que nos empuja, como a un barquito de papel, en la dirección de lo bueno, lo verdadero y lo bello. “Vengan ahora, y razonemos”, Dice el Señor,” Aunque sus pecados sean como la grana, como la nieve serán emblanquecidos” (Is 1: 18).

También San Juan Pablo II tuvo la misma impresión de la Espiración, a la que el asceta responde inspirando, y en esa analogía respiratoria, decía: La espiritualidad cristiana tiene como característica el deber del discípulo de configurarse cada vez más plenamente con su Maestro, de tal manera que (…) lleguemos hasta el punto de «respirar sus sentimientos» (16 OCT 2002).

Este estado de inocencia, nos coloca en la posición de poder recibir y acoger la gracia, aunque cometamos muchos errores y faltas. Eso explica por qué Jesús dice: Dejen que los niños vengan a mí y no se lo impidan, porque el reino de los cielos es para los que son como ellos (Mt 19: 14).

La persona inocente tiene la capacidad de llegar al corazón (no sólo a la mente) de todos. Imaginemos que, en la sala de espera de un aeropuerto, una persona comienza a agitar las manos, saludando y sonriendo a todos. La reacción normal será evitar cruzar la mirada con él y esperar que se calme. Sin embargo, si un niño hace lo mismo, todos sonreirán, desaparecerá la tensión por un momento, dejarán de mirar al teléfono y, aunque estén preocupados por el retraso de su vuelo, esbozarán una sonrisa y tal vez le dirán una palabra amable al pequeño.

El texto evangélico se cierra hoy con una observación que no podemos pasar por alto:

Mientras estuvo en Jerusalén, por la fiesta de la Pascua, creyeron muchos en su nombre al ver las señales que realizaba. Pero Jesús no se confiaba a ellos porque los conocía a todos y no tenía necesidad de que se le diera testimonio acerca de los hombres, pues Él conocía lo que hay en el hombre.

Estamos reflexionando sobre la inocencia y no es difícil imaginar que Cristo no veía en estos “admiradores” verdaderos discípulos, pues admiraban su capacidad de hacer milagros y su palabra, pero no estaban dispuestas a unirse a Él en lo que había traído como auténtica forma de dar gloria a Dios. Como dice San Pedro: También ustedes, como piedras vivas, sean edificados como casa espiritual para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo (1Pe 2: 5). Y bien sabemos que ese sacrificio aceptable a Dios es el servicio a los hermanos, siendo todos los demás sólo expresión y manifestación de nuestra fe en Él.

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La Primera Lectura nos habla también de la debilidad y la inocencia de Dios. Aquí la vemos en la forma de entregarnos los Diez Mandamientos, no como una lista de prohibiciones y amenazas, no como un límite a la felicidad de las personas, sino como una forma de vivir una vida plena y en particular, la única manera de amar a los demás, que es un sueño que vemos frustrado una y otra vez al intentar amar y ser amados a nuestro modo. Esta confianza, esta fe en el hombre es su debilidad, su locura.

Los Mandamientos no deben ser mirados como una serie de preceptos que, si no son observados, implican una pena. Son, más bien, desde la perspectiva de Cristo, algo hermoso a lo que hay que dar plenitud: No piensen que he venido para poner fin a la ley o a los profetas; no he venido para poner fin, sino para darles su pleno valor (Mt 5: 17).

La clave para comprender los Mandamientos es la forma como el propio Yahveh los introduce, recordando que Él quien liberó al pueblo de la esclavitud. Esto es muy diferente, por ejemplo, del famoso Código de Hammurabi (1750 a. C.), que tiene artículos como el siguiente:

Si se declara un incendio en la casa de una persona y un señor que acudió a apagarlo pone los ojos sobre algún bien del dueño de la casa y se apropia de algún bien del dueño de la casa, ese señor será lanzado al fuego.

Cristo cumplió su palabra y dio pleno valor a los Mandamientos, que no obligan a amar al enemigo y, sin embargo, hizo de este “añadido” el distintivo y la divisa del cristiano, llamado a amar sin límites ni condiciones.

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En los Sagrados Corazones de Jesús, María y José,

Luis CASASUS

Presidente